La Torre

(Mariana Mendivil, 2018); cortometraje, blanco y negro, 5 minutos.

Guión: Mariana Mendivil
Productora: Escuela Nacional de Artes Cinematográficas, Universidad Nacional Autónoma de México (ENAC-UNAM)
Interpretación: Paulina Álvarez, Emilio Carrera

Sinopsis:
Una pareja sube las escaleras de un edificio de departamentos mientras su relación se va deteriorando.

LaTorre_s04.jpg

La orgánica femitorrencial desamorosa

por Jorge Ayala Blanco

“En La Torre (Centro Universitario de Estudios Cinematográficos, 4 minutos, 2018), compacto primer cortometraje de ficción como autora total de la estudiante cuequera Mariana Mendivil, el guapo barboncillo de cabello rizado y camisa blanca (Emilio Carrera Quiroga) y la guapa de lacios cabellos largos y mini vestido sexy con jaspeada bolsita sin asa en la mano (Paulina Álvarez Muñoz) forman una joven pareja de novios ansiosos por hacer el amor que ingresan por la puerta enrejada de un alto edificio-torre, se introducen por el oscuro pasillo de la entrada apenas aguantándose, se besan ávida y largamente, siguen por las escaleras, como si se persiguieran primero y luego tomados de las manos, en un primer rellano Ella se trepa insinuante sobre Él, siguen ascendiendo y a cada tramo sus actitudes van cambiando, en otro rellano Él le echa su cuerpo encima, en un siguiente rellano Ella se quita los zapatos, mientras se escuchan voces ajenas que desaprueban su contacto físico por ser menores de edad, tras una nueva acometida ascendente pasan del común acuerdo al asomo de una mutua incomprensión inequívoca, Él le niega el bolso que contiene el teléfono celular que vibra con una llamada incontestable, después se escuchan gritos furiosos fuera de campo y desde arriba de ellos mismos insultándose con una acritud creciente que esta vez los acompaña de manera exasperante, hasta que la acrimonia definitiva estalla al llegar cada vez más deprisa a la antes deseada puerta del último piso de la torre, entonces Ella lucha por las llaves de entrada con Él y, tras ir a dar al suelo, Ella las levanta y las deja caer desde la parte superior de la larga escalera, y así al cruzar la puerta metálica de la azotea, Ella llegará a divisarse desde allí hacia abajo, viéndose partir por la calle en picado, pero ahora será Él quien esté melancólicamente contemplando a su otrora Ella amada alejándose sin remedio, al cabo de una desazonaste orgánica femitorrencial desamorosa.

La orgánica femitorrencial desamorosa se enaltece así con inocultable orgullo subrepticio al presentar una microficción que se abre de lo realista cotidiano a lo simbólico de validez universal, construyendo y constituyendo y abriéndose a una multiplicidad de interpretaciones posibles: la historia naturista de una relación juvenil muy concreta pero abocada al fracaso, una metáfora en la que cada ramo de la escalera equivale a una etapa más en el desarrollo de cualquier relación amorosa rumbo al deterioro y a su agotamiento y a la separación irremediable, una torrente de pasión / angustia / flojedad / animadversión / rencor / pesadumbre / nostalgia, una alegoría entre tierna y sarcástica de cualquier frustración relacionan (sentimental, afectiva, pasional, amorosa, sexual) que en involucrada y distante a la vez de los cambios anímicos perceptibles en un trozo de cualquier día o de muchos años o varias décadas, un análisis existencial de dos víctimas de la represión erótica ya introyectada, una repetición hasta la saciedad (a la Nicolás Pereda, pues) de los mismos actos abocados de antemano al fracaso, la trágica vivisección de una ruptura inevitable que se enfoca desde su interior, la intensa crónica de una relación amorosa cuya disolución nada anunciaba pero que aborta incluso antes de realizarse cual si fuera algo común entre las parejas ansiosas y descantes (con mucho menos éxito que Pilar Pellicer al ir quitándose la ropa por las escaleras al subir a reunirse con su amante en el segmento Tajimara de Juan José Gurrola en e díptico Los bienhadados de 1965, o la parejitas cogelona Jeremy Irons-Juliette Binoche tras el zaguán de Obsesión de Luis Malle, 1992), un mero cachondeo infructuoso que no podía llevar a parte alguna, una aproximación minimalista a la gran fábula amorosa de todos tan temida porque los amantes quisieran que sus historias siempre fueran rosas e impolutas e inmutables (de ahí que éstas y su contrario deforman: los amores trágicos o imposibles resulten más atractivos y seductores), la triste anécdota mordaz de un nexo que se consumió antes de consumarse, un comienzo sentimental jamás sentimentalismo que llega a su fin con edificante ejemplaridad, un principio de Lo que No Fue cuyo acabamiento se fundió y confundió con su propia extinción, una vivencia dolorosa del deterioro vuelto memoria de sí misma, una agriada de la metafísica de la escalera expresionista / posexpresionista y de su fotogénica desgarradora.

La orgánica femitorrencial desamorosa trasciende el mimo drama hipersintético de la chava con minivestido pícaro y tacón con veinte centímetros de plataforma a la que le guardaba una pronta e inevitable decepción donde la mudanza de ánimo y el triste ardor se las disputaban con la melancolía en su relación con el atractivo chavo codiciable de mangas blancas que pronto se tornaba opresiva e insatisfactoria, sus miradas coquetas y airosas caían en las sombras y los jump cuts de sus besos apasionados se deshacían como volutas reventadas en el claroscuro de la cámara, una hermosa fotografía en blanco / negro equilibrada pero precisa y ultrasugerente de Adán Ruíz, ya en retroceso, ya abalazada sobre los cuerpos que se escapan escaleras arriba, ya erotizada por los cuerpos famosos, ya reclinada a la holandesa sobre las figuras momentáneamente acostadas sobre los escalones, ya en top shot aplastante de Él labioso ansioso y Ella aceptante-rechazante, ya en campo-contracampo al ser Ella tomada cariñosamente de la barbilla, ya en over shoulder al serle confiscada La Bolsa con celular en trance de vibrar, ya con insertos de los presurosos pies descalzos, ya las piernas de Ella en cuerpo fragmentado disparándose hacia la puerta de fierro de la azotea, ya permitiendo todo ello en su incisivo conjunto que la edición de Frida Coriche pueda viajar de cierto montaje muy acentuado cual parodia de película de acción (en su tránsito al segundo rellano) al montaje acelerado cual maldición de thriller de horror psicológico (en su tránsito hacia el póstumo escape a la azotea), combinando en el ínterin todo tipo de tentativas de besos dolidos y sin pasión.

La orgánica femitorrencial desamorosa estilizada cada instante fílmico como una insinuante colección de instantes sonoro muy significativos y alertas, merced a una soberana concatenación del diseño sonoro de Juan Ordorica (también grabador del sonido directo) y una resonante música original de Alejandro Ortega, donde todo parece estar vivo e inalcanzable: los ruidos imperceptibles en la oquedad de la entrada, los zapatos resonantes en la oscuridad y en penumbras, el fragor pulsátil a cada tramo de la escalera, los claros retumbos paranoias, los ecos súbitos repentinos de “No puede, es menor de edad, es como está”, la sonoridad en acercamiento de una perceptiva caída de gotas, el ascenso con acucioso acústico carácter metálico, el insoportable caos invasivo que emerge del imaginario mental o del futuro provisorio (“Te estoy reclamando… suéltame, suéltame… idiota no te… te me vas… vete tú…”) para lastrar al presente y proyectarlo finalmente hacia la nada, tras exponerlo al más contingente soplo del viento de la muerte ya en la azotea, donde el silencioso puesto de observación de la chica baldía será sustituido por el de su chavo efímero, ¡en la torre! y desde la Torre.

Y la orgánica femitorrencial desamorosa culmina con imágenes muy abiertas casi cienciaficcionales al estar viradas hacia el azul, pues se trata de rendir cuentas del deterioro emocional como un Apocalipsis interior que estalla a la hora de las percepciones cenitales desde la azotea, comprobando la tragicomedia sentida del resentimiento ya como hecho consumado de una huida en cadena, la huida de Ella ante la impasible impotencia de Él, la Guida hacia la calle atravesada entre cien señales vueltas ilegibles, y la Guida de una ficción que se ha drenado indeslindable y siempre lamentablemente potencial, como la inmóvil figura conclusiva de Él divisado entre las alambradas del techo por una especia de mirada agazapada y subrepticia desde lo alto, ¿Él inconsolable visto en picada y en picada desde otra empequeñece dora y deterioran Torre femitorrencial desamorosa?”

Ayala Blanco, Jorge (2020). La orgánica del cine mexicano. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México.